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Esa enfermedad que se llama Cuba

Si a un cubano desterrado se le pregunta cuál es la aspiración máxima de su vida, contesta sin vacilar: ¡Volver a Cuba!

No importa que tenga negocios aquí, que haya criado a sus hijos aquí o hasta que haya votado por los políticos de aquí. Su respuesta es siempre la misma: ¡Volver a Cuba!

Y cuando se le pregunta que para qué, o que si no tiene miedo al desastre que va a encontrar, ese cubano responde con firmeza: ¿Desastre? Desastre es el que tengo yo, que no puedo visitar la tumba de mi madre, ni el pueblo donde nací, ni los sitios históricos en que mis antecesores dejaron su huella. ¿Tú has estado en el Cacahual? ¿Tú viste la tumba de Martí en el cementerio Santa Efigenia? ¿Tú estuviste en un baile de la Tropical? ¿Tú oíste a Chibás los domingos por la CMQ? ¿Tú te acuerdas de Pumarejo? ¿Tú no leías Bohemia? ¿Tú te olvidaste del asalto a Palacio? ¿Tú no sabes qué cosas eran la CTC de Mujal y Lázaro Peña, la escalinata universitaria de José Antonio Echeverría, los conciertos de la Filarmónica a las doce de la noche en el Teatro Nacional, los juegos de pelota en el stadium del Cerro, los carnavales de La Habana y de Santiago, el cielo azul y la arena blanca de Varadero, los palacetes vetustos de La Habana vieja, el cañonazo de las nueve y la farola del Morro alumbrando desde lo alto el majestuoso malecón?

Si viste todo eso, si participaste, como todo el mundo, en el trajín diario de la Cuba republicana, si fuiste auténtico, ortodoxo, batistiano, liberal, conservador, derechista o izquierdista, si leías los artículos diarios de Vasconcelos, de Carbó, y de Pepín Rivero, si aplaudiste a la Sonora Matancera y a Rita Montaner, si escuchaste los discursos de García Agüero y de Cortina, si comiste chilindrón de chivo y yuca con mojo, si fuiste parte, en fin, de aquel hermoso torbellino de pasiones, exageraciones y delirios que se llamaba Cuba, de aquella tierra donde el negro, el blanco y el mulato tenían el pellejo distinto, pero guardaban debajo de ese pellejo el mismo corazón trémulo de ternura, siempre presto a las generosidades, si fuiste todo esto, si disfrutaste todo esto en aquella tierra, ¿cómo puedes sentirte bien en ningún otro sitio?

La identidad nacional consiste en eso: en un misterioso modo de ser que empareja a los desiguales, en una manera de sentir que al rico y al pobre, al escuchar el himno, se les salen las mismas lágrimas. No importaba que fueras oriental o habanero, que vivieras en un palacete de Miramar o el Vedado, en una cuartería de La Habana vieja o en una casucha del Cerro. Eras cubano. Esa era tu tierra legítima, no prestada. Eras tácitamente el dueño de todo: del suelo, de la historia, de la música, de la literatura y el teatro, del aire y del sol. Cecilia Valdés era tuya, Trespatines era tuyo, Olga Guillot era tuya, Plácido y Heredia eran tuyos, Ponce de León y Víctor Manuel eran tuyos, Roldán y Caturla eran tuyos, Lecuona y Matamoros eran tuyos, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra eran tuyos, y hasta los ciclones que te anunciaba Millás eran tuyos. Ahora lo tienes todo, pero no es tuyo. La universalidad queda maltrecha a manos de la melancolía. Ahora posees aquí lo que no poseías allá, pero es como prestado. Un lujoso cuarto de hotel nunca se puede comparar al calor de la casa paterna, aunque fuera un bohío.

Cuando en la sala de mi casa yo razono de esta manera y quiero meter en las entrañas de mis hijos esa nostalgia que a mí me consume la vida, siento a veces que estoy sembrando en el viento, porque ciertas pasiones del espíritu son intransferibles. Y cuando pienso en la patria-tierra, en la Cuba-isla, en el cubano de allá, que vive hace cerca de medio siglo bajo el látigo del odio a todo ese pasado, dando tumbos acéfalos, dirigido por mixtificaciones y supersticiones, y sometido a una revisión histórica que es una falsificación, siento más dolor todavía. Porque ese cubano es el futuro, porque de su brazo y de su mente tienen que brotar los retoños de una renovada cubanía, porque lo que no esté dentro de él no está en ninguna parte. Y ese cubano ha sido enseñado a descreer, ha sido puesto de espaldas a su historia, ha sido inundado de pesimismo, y la única puerta de salida que se le ocurre es la de escapar, de huir, a cualquier lugar, a cualquier precio, dejándolo todo detrás de él. ¿Se puede reconstruir una nación con materiales tan falsos, con esa ausencia total de la determinación de vivir, de ser y de creer? No. No se puede. Como no podría nadie levantar un templo, aunque fuera a Dios, sobre columnas podridas.

Yo confío en que en la entraña oculta de nuestro pueblo cubano, por debajo de la avalancha de falsedades y calumnias que la revolución castrista ha echado sobre nuestra historia, se produzca en su hora un esperado milagro: el milagro que se produjo en el 68, en el 95, en el 02 y en el 33: el de ver salir por debajo de la carroña ambiente la mariposa azul de la ilusión cívica y patriótica, el ejército inédito de cubanos buenos que emprenderán una vez más la obra única que de ellos espera la historia. Que no es más que ésta, nunca lograda del todo: la de convertir la isla más bella del mundo en la nación más justa, generosa, próspera y amorosa de la Tierra.

Y si esta monserga no te gusta, querido lector, es que tú eres una de estas dos cosas: o un cubano desteñido o un fidelista rezagado

by Agustín Tamargo. El Nuevo Herald, julio 6, 2003.




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