- Dr. Daniel Román
El regreso de exiliados a Cuba puede producir decepción, tristeza y dolor.
Imagino mi regreso a Cuba después de la larga noche del castrismo y me parece que puedo anticiparlo porque sobran elementos de juicio para probarlo, así es que invito a mis lectores a unírseme en este viaje que muchos sueñan con efectuar algún día si es que la vida les alcanza para ese entonces. Yo, como ellos, sueño o puedo anticipar con extraordinaria exactitud, cómo ocurrirían las cosas porque me conozco y porque conozco a mi país, sobre todo a mi ciudad de La Habana.
El avión aterriza en el aeropuerto de Rancho Boyeros y mientras algunos viajeros besan la tierra que muchos años atrás dejaron, yo ardo en deseos de recoger mi equipaje y sentarme en la limusina que me llevará a un hotel moderno de la ciudad-capital, donde sin desempacar me apresuraré a salir a recorrer lugares históricos que permanecieron en la memoria durante tantísimos años y que ahora reemplazan las imágenes que se almidonaron en el hipotálamo.
Almuerzo donde observo higiene y modernidad, posiblemente en el mismo hotel, mientras hago preguntas al camarero, quien me recomendará un taxista que me lleve a los lugares ansiados como son aquellos donde viví antes y después del fidelato. Para este tur (mi vocabulario está impregnado de la cultura anglosajona pues por algo me adoptaron en los Estados Unidos cuando tuve necesidad de exiliarme con mi esposa e hijo) busco a un chofer muelero, campechano y con alguna educación para que me ponga al día en las cosas que yo no sepa y quien me permita descargar algunas de mis impertinencias cuando el rencor me atice, porque casi medio siglo de infernal dictadura ha acumulado en mí una carga emocional que necesita desahogo y los taxistas son los receptores apropiados para estas descargas.
- Amigo, chofer, lléveme por favor, a la calle Jovellar número 110, entre Espada y Hospital, donde yo residí desde 1944 hasta 1956. Le pido que detenga el automóvil en la esquina de San Lázaro e Infanta, desde donde seguiré a pie.
- Usted me sigue o me alcanza, pues necesito caminar para impregnarme de los recuerdos que me pide la memoria.
Camino hasta Jovellar, a una cuadra de San Lázaro. Miro a mi alrededor y veo la destrucción que dejó el castrismo, continúo bajando por Jovellar hasta la calle San Francisco, que le atraviesa, sigo hasta Espada y antes de llegar a Hospital, me detengo donde estuvo el edificio Martínez Pita de la que fue dueña una hija del Presidente Alfredo Zayas. Ya no existe, se derrumbó a lo derrumbaron -es igual- y dentro de mí se produce un choque emocional, porque abre una brecha en recuerdos que yo deseaba materializar. Alguien que me observa se detiene y yo le pregunto qué pasó y aunque no sabe mucho, algo me narra de lo que ha ocurrido en el barrio desde 1959. Hago silencio y mis ojos dejan de mirar aunque permanecen abiertos; pienso en todos esos años cuando allí viví junto a mi madre, mi hermano Israel y mi hermana Dorcas con sus dos hijos. Allí vivía cuando me casé y cuando el golpe de estado de marzo 10 de 1952, y cuando el Dr. Menelao Mora Morales, tratando de pagarme un favor que le hice, me ayudó a entrar a trabajar en la televisión que recién comenzaba. Allí viví cuando nació mi hijo en la Clínica Las Damas Católicas del Cerro, cuando mis hermanos emigraron a los Estados Unidos y cuando decidí hacerlo yo también en el año 1956.
El chofer, respetuoso, me observaba en silencio, mientras yo paseaba mi memoria por aquellos años inolvidables, con sus alegrías, sus angustias, sus decepciones y con sus esperanzas. Triste, decepcionado y con un sentimiento de fracaso, le pido al chofer que me lleve a otra dirección en la calle Tenerife entre Rastro y Belascoaín, donde residí siendo un adolescente, allá por la lejana época de los años treinta. Mientras el automóvil recorría las maltrechas calles habaneras, para distraerme del impacto que acababa de experimentar, miraba en derredor y pensaba que todavía me quedaban reservas nerviosas para soportar otras decepciones, pues aunque parezca masoquismo, el ser humano necesita responder a sus nostalgias porque procede de vivencias que le han dado sentido a su vida. Casi medio siglo de exilio soñando con un regreso para verificar objetos, sujetos y sucesos ahora que ha sido posible regresar a mi ciudad, ¿cómo no voy a completar los planes que durante tantos años me forjé?
Amigo chofer, yo viví en Tenerife 83 y 1/2 altos, entre Rastro y Belascoaín, cerca de Los Cuatro Caminos, por favor deténgase allí.
Tenerife y Rastro era la esquina a reunirse, pues en la de Belascoaín existió siempre mucho tránsito, así es que me bajé del vehículo y recorrí con la vista toda la cuadra. Traté de no ver mucho, pues la impresión de aquellas casas envejecidas, sin reconstruir, sin pintar, con la pobreza invadiendo el entorno, preferí imaginar a mis amigos de entonces patinando, jugando a la viola, sentados haciendo cuentos, buscando amores inocentes, haciendo planes a corto plazo, compartiendo pobrezas y miserias. Me vino a la mente mi ahora vecino y entonces también residente del barrio de Chávez, Carlos Martínez, patinando no sé si con patines Union o Winchester, lo cierto es que Carlos como mi amigo Julio Abreu eran los mejores patinadores que yo he visto en mi vida.
- Chofer, lléveme por favor a la calle Velásquez entre Infanta y San Joaquín, donde viví antes de mudarme para Tenerife.
Llegamos y al ver aquella cuadra destruida, deslucida y abandonada de la merced de Dios, y al recordar mis vivencias de aquellos años, se me agotaron las reservas emocionales y decidí regresar al hotel. Pocos días después sentí un inmenso alivio cuando el avión de American Airlines despegó de Rancho Boyeros con rumbo a Miami donde el alma me volvió al cuerpo. Miami, tierra bendita, patria nueva, donde aquella Cuba que fue continúa en algunas formas y donde están enterrados nuestros muertos, donde nuestros hijos y nietos se han encaminado de manera tal que es el mejor porvenir que el mundo podría depararles. Aquí hemos echado profundísimas raíces.
Allá, al regresar, comprendí que era un extraño en mi ciudad, que la vida que fue ya no es, que el dolor que sentí tenía el mismo tamaño de mis nostalgias, que la vida no retrocede y que las cosas que dejamos atrás antes de marcharnos, no han envejecido porque se mantienen en la memoria tal y como las dejamos, pero al regresar se desvanecen como los fantasmas que las alucinaciones nos hacen ver en la noche, pero que la luz del sol las desaparece temprano en la mañana.
Regresar a Cuba es producir un desgarro en el corazón porque comprobamos que lo que dejamos atrás, a través del tiempo perdieron su belleza y lozanía y ahora son espectros de realidades que existieron pero que ya no existen y que es imposible revivirlas. Y nosotros, que no envejecemos mentalmente, al reencontrarnos con esos espectros del pasado, nos estremece el comprobar que también estamos en camino de convertirnos en esos fantasmas que vemos en los demás.
Nada ni nadie puede devolvernos el esplendor, la lozanía y aquella juventud que se marchó para siempre, ni al regresar podríamos encontrar a quienes dejamos porque han envejecido o han muerto, ni podríamos revivir sucesos que producimos en una época que ya desapareció. Ni nuestros barrios son iguales, ni nuestras ciudades, ni los vecinos que dejamos, ni la vida como transcurría entonces. Aquella Cuba ya no existe, ni aquellos cubanos tampoco y nosotros no somos los mismos.
Somos o seríamos extraños en aquella tierra que fue nuestra pero que ya no lo es, porque todo ha cambiado radicalmente por más que en nuestra memoria exista aquella Cuba como una copia al carbón. Aquellos cubanos de allá no son como los que dejamos. Y nosotros, con tantísimo tiempo viviendo en tierras nuevas, no somos iguales a como éramos antes de marcharnos. Todos hemos cambiado, los tiempos han cambiado. No podríamos adaptarnos a lo que Cuba fue y a lo que ahora lamentablemente es.